Capítulo 114: El Despertar del Héroe
Publicado: 10 de mayo, 2023
La luz del amanecer se filtraba por las rendijas de la ventana, iluminando tenuemente la pequeña habitación donde Aron dormía. Los rayos dorados bailaban sobre su rostro, como si intentaran despertarlo con suavidad antes de la tormenta que estaba por venir.
Aron se despertó sobresaltado, con el corazón latiendo furiosamente contra su pecho. El sueño había sido tan vívido, tan real, que por un momento no supo distinguir si seguía dormido o ya estaba despierto. En su mente aún resonaban las palabras del anciano de túnica blanca: "El tiempo ha llegado, joven héroe. El destino del mundo descansa sobre tus hombros".
—Solo fue un sueño —murmuró para sí mismo, pasándose una mano por el cabello húmedo de sudor—. Solo un sueño más.
Pero en el fondo de su corazón, sabía que no era cierto. Estos sueños habían comenzado hace exactamente un mes, cada vez más intensos, cada vez más detallados. Y siempre con el mismo mensaje: algo estaba por suceder, algo que cambiaría su vida para siempre.
Se levantó de la cama y se acercó a la ventana. El pueblo de Aldermist comenzaba a despertar. Los comerciantes abrían sus tiendas, los niños corrían hacia la escuela, y los granjeros ya estaban en los campos. Una mañana normal en un pueblo normal. ¿Cómo podía ser él, un simple aprendiz de herrero, el héroe de una profecía ancestral?
—¡Aron! ¡El desayuno está listo! —la voz de su madre lo sacó de sus pensamientos.
—¡Ya voy! —respondió, apartándose de la ventana.
Se vistió rápidamente con su ropa de trabajo: una camisa de lino gastada, pantalones de cuero resistente y botas reforzadas. Hoy tenía mucho trabajo en la herrería de su maestro, el viejo Gorn. No había tiempo para pensar en sueños y profecías.
Bajó las escaleras y encontró a su madre sirviendo un cuenco de avena caliente con miel. A sus cuarenta y cinco años, Elara seguía siendo una mujer hermosa, aunque las arrugas alrededor de sus ojos y las canas prematuras en su cabello castaño hablaban de una vida de trabajo duro y preocupaciones.
—Buenos días, hijo —sonrió ella, colocando el cuenco sobre la mesa de madera—. ¿Dormiste bien?
Aron dudó un momento. Nunca le había contado a su madre sobre los sueños. No quería preocuparla más de lo necesario.
—Sí, bastante bien —mintió, sentándose a la mesa—. ¿Y tú?
—Como siempre —respondió ella, sentándose frente a él con su propio cuenco—. Aunque anoche hubo mucho movimiento en la posada. Parece que han llegado viajeros de la capital.
Aron levantó la mirada, súbitamente interesado.
—¿Viajeros? ¿Qué tipo de viajeros?
—No lo sé con certeza. Pero uno de ellos llevaba la insignia real. Quizás sean mensajeros del rey.
Un escalofrío recorrió la espalda de Aron. En sus sueños, siempre aparecía un mensajero real que traía noticias que cambiarían el curso de la historia.
—¿Y sabes qué buscan en Aldermist? —preguntó, intentando que su voz sonara casual.
Elara negó con la cabeza.
—Nadie lo sabe. Llegaron tarde en la noche y se encerraron en sus habitaciones. Pero el posadero dice que preguntaron por el herrero.
El corazón de Aron dio un vuelco. ¿Preguntaron por el herrero? ¿Por Gorn? ¿O quizás... por él?
—Será mejor que me dé prisa entonces —dijo, terminando rápidamente su desayuno—. Si vienen a la herrería, no quiero hacer esperar a los mensajeros del rey.
Elara lo miró con una mezcla de orgullo y preocupación.
—Ten cuidado, Aron. Los asuntos de la realeza rara vez traen buenas noticias a gente como nosotros.
Aron asintió, comprendiendo perfectamente lo que su madre quería decir. En los dieciocho años de su vida, había aprendido que los poderosos solo se acordaban de los humildes cuando necesitaban algo de ellos.
Se despidió con un beso en la mejilla de su madre y salió de la pequeña casa de piedra. El aire fresco de la mañana le golpeó el rostro, despejando los últimos vestigios de sueño. Respiró profundamente, llenando sus pulmones del aroma a pan recién horneado que provenía de la panadería cercana.
Mientras caminaba por las calles empedradas de Aldermist, no podía dejar de pensar en los viajeros de la capital. ¿Qué querrían del herrero? ¿Y por qué ahora, justo cuando sus sueños se habían vuelto más intensos que nunca?
La herrería de Gorn se encontraba en el extremo oeste del pueblo, cerca del río. El sonido del martillo golpeando el yunque ya se escuchaba desde lejos, indicando que su maestro había comenzado la jornada temprano.
—¡Llegas tarde, muchacho! —gruñó Gorn cuando Aron entró al taller. A sus sesenta años, el viejo herrero seguía siendo un hombre fornido, con brazos musculosos y manos callosas por décadas de trabajo con el metal. Su barba gris estaba chamuscada en algunas partes, y su delantal de cuero mostraba las marcas de incontables chispas.
—Lo siento, maestro —se disculpó Aron, colgando su capa en un gancho y poniéndose su propio delantal—. Me entretuve desayunando.
Gorn resopló, pero no había verdadero enojo en su mirada.
—Tenemos mucho trabajo hoy. El granjero Tomas necesita su arado reparado antes del mediodía, y el capitán de la guardia encargó seis espadas nuevas para sus hombres.
Aron asintió, dirigiéndose al fuelle para avivar el fuego de la forja.
—Maestro, ¿ha oído sobre los viajeros que llegaron anoche a la posada?
Gorn dejó de martillar y miró a su aprendiz con una expresión indescifrable.
—Sí, he oído —respondió secamente—. Y también he oído que preguntan por el herrero.
—¿Sabe qué quieren?
El viejo herrero reanudó su trabajo, golpeando con fuerza una pieza de metal al rojo vivo.
—No, pero lo averiguaremos pronto. Dijeron que vendrían esta mañana.
Como si sus palabras hubieran sido una invocación, la puerta de la herrería se abrió, y tres figuras entraron en el taller. Dos de ellos eran claramente guardias reales, con sus brillantes armaduras y capas púrpuras. Pero fue el tercero quien captó la atención de Aron.
Era un hombre alto y delgado, de unos cincuenta años, con una larga túnica blanca que llegaba hasta el suelo. Su cabello y barba eran completamente blancos, y sus ojos, de un azul tan claro que parecían casi transparentes, brillaban con una sabiduría antigua. En su pecho, una insignia de plata con la forma de un dragón alado destellaba bajo la luz del fuego.
Aron sintió que el aire abandonaba sus pulmones. Era él. El anciano de sus sueños.
—Buenos días —saludó el hombre con una voz suave pero autoritaria—. Busco al herrero de Aldermist.
Gorn se adelantó, limpiándose las manos en el delantal.
—Soy yo, Gorn, el herrero. ¿En qué puedo servirle, señor...?
—Magister Aldric, consejero real y archimago de la Orden del Dragón Blanco —se presentó el anciano, inclinando levemente la cabeza—. Y no es a ti a quien busco, buen herrero, sino a tu aprendiz.
Todas las miradas se dirigieron hacia Aron, que permanecía inmóvil junto al fuelle, con el corazón latiendo tan fuerte que temía que todos pudieran oírlo.
—¿A mí? —logró articular finalmente.
El archimago sonrió, una sonrisa que no llegó a sus ojos.
—Sí, Aron, hijo de Elara. A ti. El tiempo ha llegado, joven héroe. El destino del mundo descansa sobre tus hombros.
Las mismas palabras de su sueño. Exactamente las mismas.
Y en ese momento, Aron supo que su vida normal en Aldermist había terminado para siempre.
Continuará en el próximo capítulo...